Tímido, debil y delicado,
afeado por mi naturaleza enfermiza,
cómico para la mayoría de los hombres,
con un gesto de amargura por los venenos del tiempo,
yo, sin apenas estima propia, con la voz quebradiza
tengo que confesaros que el dolor de los amores me anega el alma.
Ahogado en mi propio tormento
que causa la marea horripilante de mi corazón,
apenas tengo ya una fuerza, una sonrisa, un buen gesto,
y cuando se ilumina la esperanza siento la tragedia que premoniza
que la ilusión que apenas me moviliza se quebrará sin tardanza.
Pronto se quiebra, pronto me retiro en silencio a mi habitación.
Es mi habitación un crisol del dolor,
y como el lejano cántico de los muertos son mis quejidos,
a los que añado otro por ser tan blando, patético y hundido
en la repetición de mi desventura, en la consistencia de mi amargura,
en el deleite que encuentro en el penar, en la melancolía y en la desesperación.
De tantas tristezas se forjó mi vida que ya en la tristeza encuentro mis alegrías.
Yo solo extraño ser normal, al menos acercarme.
¡Si pudiese encontrar una chica extraña como yo con la que amarme!
¿Ven? Otra ilusión a nacido para mover mis pies, y apenas consigo salir
¿De que serviría? Abandonaría mi habitación para la búsqueda,
oiría a las chicas reír, la nueva ilusión moriría, y volvería a mi habitación,
y les aseguro que no sería tarde.